Morelia, Michoacán
El hombre no pudo. Lo intentó. Llevaba menos de la mitad del suelo de cantera recorrido. No pudo más. Lloró, cómo lloran los hombres y siguió, como siguen los devotos.
Como cada año, la piedra de cantera de la Calzada Fray Antonio de San Miguel o la de San Diego, como la conoce la mayoría, se tiñó de sangre y de dolor, de lágrimas y piel rasgada en nombre de La Guadalupana.
El frío que cala hasta los huesos, desalentó a muchos, pero a ellos no, a los devotos, a los deudores, a quienes ofrecieron el sacrificio a cambio del milagro.
Niños y grandes, mujeres y hombres. Con la tradicional vestimenta de enaguas, pantalones y camisas de manta bordadas con coloridos hilos tradicionales, las trenzas largas, algunas falsas, y el rostro lleno de fe y amor.
Hace 492 años la Virgen de Guadalupe bajó en el cerro del Tepeyac y se irguió ante el indio Juan Diego, marcando así la ruta de fe más grande en el mundo.
La madre del hijo de Dios con su humilde vestimenta y su manto sagrado con las 46 estrellas que dan pie a los rosarios que inician con los últimos días de octubre, pero que en realidad, dicen los especialistas que estudiaron la prenda, corresponden a las 12 constelaciones y al planeta Júpiter que se alinearon en el firmamento el 12 de diciembre de 1531 a las 06:45 horas, justo cuando La Lupita se apareció ante el indígena.
Desde entonces, los milagros de La Morenita no tienen fin.
Así es en Morelia, donde cientos de peregrinaciones comienzan a arribar desde noviembre al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, el templo más representativo este 12 de diciembre.
Porque hay otras iglesias dedicadas a La Guadalupana, pero ninguna como ésta construida entre 1708 y 1716, con su estilo barroco, las flores rosas, rojas y en color oro, y los altares altísimos, decorado por el artesano Joaquín Orta en 1915.
Aquí, en este templo a cuyo costado operó durante algún tiempo uno de los primeros camposantos morelianos, devotos de Morelia, Michoacán y un puñado de ciudades y estados vecinos, arriban cada año a ofrecerle su amor y su dolor a la Virgen.
Hoy no fue la excepción, pero ni el paralizante frío ayudó a las heridas ni a sentir que el dolor no se sentía.
Las mandas eran interminables, como el amor a La Morenita.
Rasgaban las ropas y las rodillas. La sangre matizaba la helada piedra. Los acompañantes aguantaban las ganas de llorar para no doblar a los devotos.
Las fuerzas que se iban y volvían. Los rostros apretados, intentando, pero era imposible. La Iglesia Católica ha pedido a los devotos que no es necesario llegar a tales extremos, pero los hombres, las mujeres y los niños a los que La Virgen les ha hecho el milagro, no lo creen así.
Como *Juanito que se arrodilló sin dudar para recorrer los más de 400 metros de longitud que tiene la Calzada de San Diego, seguido de su madre, su padre y sus hermanos. Él tenía asma y en una de sus muchas crisis, difíciles, duras, casi al borde de la muerte, La Virgen lo salvó. Hoy vino a saldar cuentas y a decirle a La Morena que la quiere y que “gracias”.
Y atrás del niño de apenas unos seis o siete años, mujeres y hombres pagando sus propias mandas. Dos de ellos sacudieron a los transeúntes y a quienes descansaban en las bancas de piedra.
Imposible no mirar y no sentir. Imposible no querer ayudar y sostenerlo entre los brazos. Los acompañantes se detenían, pacientes, sosteniéndolos de las axilas, dando el apoyo moral, porque la manda es individual o colectiva, pero queda pactada en el ofrecimiento.
Como ellos, decenas y hasta cientos. El tributo humano a la deidad, a la divina. El amor a lo intangible y la fe inquebrantable, desnuda, humilde, ofrecida con el mismo fervor a la estampita, al cuadro bendecido, a la imagen gigante colocada en el nicho principal del altar mayor y en la frase de los ninis de ahora “Virgencita, plis”.
Afuera del templo las culturas encontradas, los pueblos originarios bailando al son de sus instrumentos musicales. Afuera del templo los juegos mecánicos, las garnachas y la ropa, las joyas falsas y los juegos de azar. Afuera del templo el frío que rompe, que cala el suspiro.
Adentro del Santuario mujeres y hombres, niños y niñas, ancianos respirando el calor y el fervor, con flores en mano, en filas y filas que caminan rápido, que tocan discretos el rostro de la amada, silentes, cantantes, llorando por el gusto de haber pagado, por fin, la dolorosa manda… hasta el año que viene.