La discusión y eventual aprobación de una Ley de Seguridad Interior, o lo que es lo mismo, la participación formal y oficial de las fuerzas armadas en los asuntos que competen a las policías, debiera ser el gran tema en la palestra durante los próximos meses en México.
Primero, el contexto.
Al cumplirse 10 años de la integración de militares en asuntos de seguridad pública, que propició el expresidente Felipe Calderón y continuó Peña Nieto, la Iniciativa Privada pidió mantener la gestión en manos de los militares. Los empresarios lo dijeron, lo han dicho siempre, porque así lo dicta la lógica y porque la Iniciativa Privada sabe, como todos sabemos, que si en este momento se retiran los militares regresa el caos.
La demanda motivó una escalada. El presidente Enrique Peña Nieto aseguró que por lo pronto los militares no se irán. La Conago, cuyos gobernadores luchan a diario para que no regresen los fantasmas del crimen organizado a sus territorios, se apresuró a avalar la medida. Los partidos políticos hablaron de la necesidad de regular la acción operativa de las fuerzas armadas, inclinándose el PRI y el PAN por mantener, bajo un marco legal sólidamente diseñado, a los elementos militares.
Finalmente, la semana pasada cerró el tema el propio Secretario de Defensa, Salvador Cienfuegos, quien pidió no confundir tareas de seguridad interior con las de seguridad pública y exigió normas que clarifiquen con certeza y eficacia el rol del Ejército.
Varios puntos indican que es complejo expedir una Ley de Seguridad Interior para integrar formalmente a las fuerzas armadas a tareas policiacas. Nos detendremos en tres: el carácter intrínsecamente beligerante de cualquier ejército; la histórica anomia en la cual ha operado el Ejército mexicano, y los macabros resultados que, según muestra la historia reciente de América Latina, acarrea integrar a soldados a las tareas de seguridad pública.
Analizaremos hoy el primer punto.
Un soldado no es un policía. Las características sicológicas de un elemento de la policía y uno de la milicia divergen por antonomasia, porque se trata de tareas distintas y se les forma de manera distinta. Samuel Huntington, uno de los pioneros de la sociología militar y quien saltó a la fama tras los atentados del 11-S con su teoría del “choque de civilizaciones”, afirma que la existencia de la profesión militar presupone el empleo de la violencia, indica que la ética militar ve el conflicto como una conducta intrínsecamente humana, y señala que un militar acentúa el mal y que remarca la supremacía de la sociedad sobre el individuo.
La función policial, en cambio, busca también salvaguardar la integridad y derechos de las personas, preservar las libertades y propiciar la reinserción social del individuo.
Los expertos avalan estas tesis. Marcos Pablo Moloeznik y María Eugenia Suárez, autores de un excelente documento titulado “El proceso de militarización de la seguridad pública en México, 2006-2010″, sostienen que “mientras la profesión militar responde a una concepción estadocéntrica de la seguridad, las actuaciones policiales se insertan y conciben desde una perspectiva ciudadanocéntrica”. Al militar, exhiben, se le prepara para hacer la guerra contra enemigos externos a costa de las sutilezas; al policía, para velar por la seguridad ciudadana manteniendo los derechos individuales y las libertades públicas.
Se trata de dos visiones divergentes, incluso contrapuestas: en un interrogatorio, por ejemplo, un policía profesional podría perfectamente mantener la mesura; en cambio un soldado profesional podría perfectamente ser partidario de utilizar la presión física y sicológica, sin más. Y ambos estarían estrictamente ceñidos a sus labores. El ejemplo es un interrogatorio, pero aplica para cualquier protocolo de seguridad en donde haya elementos presentes. Y ya conocemos, en México e incluso en Michoacán, varios casos en los cuales policías y militares no se ponen de acuerdo respecto de cómo llevar una investigación.
La lógica elemental indica que es deseable que los militares se dediquen a las tareas propias de los militares (defender la soberanía) y los policías a las propias de policías (mantener la seguridad pública). Pero, y ese es el problema mexicano hoy, desde hace décadas la mayor parte de las policías municipales y estatales del país son inoperantes o no existen o están coludidas con el narcotráfico, o todo eso junto. La teoría muestra que no es recomendable mezclar a los militares en asuntos locales, pero aplicar esa teoría borraría de un plumazo la mayor parte de los avances en seguridad pública que se han dado en México en los últimos años.
Para que se entienda: en este momento quitar a los militares de esas tareas significaría dejar a México sin seguridad.
Y se trata apenas del primer punto. De ese tamaño son los alcances de la discusión que se viene.