Proceso
Por Alejandro Báez
Conocí la revista Proceso casi a la mitad de los años 80 en un consultorio médico. La hojee y medio la leí. Yo tenía más o menos 15 años de edad y una conciencia social pobre pero en vías de desarrollo. Mi primer sentimiento hacia ella fue la sorpresa. No podía creer que un medio dijera tantas cosas de los políticos mexicanos, exhibiéndolos, señalando sus incapacidades, sus corruptelas, sus ambiciones de poder y sus transas. Yo veía en las noches, a veces, y porque no había otra forma de enterarse del mundo en aquellos años, 24 Horas con Jacobo Zabludovsky: Me indignaba que todo lo que fuera del PRI y del presidente Miguel de la Madrid, que el mandatario en turno fuera grandioso, grandilocuente y espectacular. Por eso, cuando cayó en mis manos Proceso, por primera vez, me sorprendió. Había un horizonte de posibilidades que vislumbraba pero que no entendía aún a cabalidad.
Unos pocos años más tarde, cuando empezó mi carrera periodística, descubrí que Proceso era un referente obligado cada semana. Desnudaba una realidad que allí estaba pero que la televisión no decía. Ya para entonces, yo era lector asiduo de UnomasUno y de La Jornada, dos diarios que reinventaron el periodismo crítico, uno en 1977 y el otro en 1984. Fue cuando empecé a soñar con formar parte de la redacción de Proceso. Yo quería ser parte de la historia que ellos escribían cada semana.
En 1990, en la Universidad Iberoamericana, me dio clases de periodismo Carlos Marín, en aquél momento encargado de edición de Proceso. Gracias a él leí Los periodistas, de Vicente Leñero, y comprendí la importancia cabal de la revista. No solo era el semanario que ponía el dedo en la llaga política todos los lunes: había nacido para refrendar un espíritu periodístico que sonaba más a revolución y a utopía pero que era posible mediante la documentación y la investigación acuciosa de grandes temas de la agenda nacional. Un periodismo de vanguardia para el México dominado por la dictadura del PRI.
Un año después formaba parte de la agencia de noticias Apro, en la redacción de Proceso. Allí conocí a Julio Scherer García, a Vicente Leñero, a Enrique Maza, a Rafael Rodríguez Castañeda, a Froylán López Narváez, a Carlos Puig, a Pascal Beltrán del Río, a Gerardo Galarza Torres… a todos lo que hacían Proceso, en uno de sus grandes momentos en pleno salinato.
El periodismo de esa época era, en general, sumiso y subordinado en grado superlativo. Los mecanismos de cooptación a la prensa eran terribles. El espionaje a las redacciones, de la mano de Fernando Gutiérrez Barrios, estaba en su clímax. Y Proceso desafiaba al sistema, como lo hizo desde su primer número, el 6 de noviembre de 1976, al sacar todos los trapitos al sol de la presidencia de Luis Echeverría Álvarez, a un mes de pasarle la estafeta del Ejecutivo federal a José López Portillo, quien en su momento también desató una guerra intensa contra el semanario, como otros tantos funcionarios a lo largo de sus cuatro décadas.
Sin embargo, Proceso allí sigue, saliendo cada semana, creciendo y siempre siendo polémica. Tiene tantos defensores como detractores. No conozco a ningún priísta duro, de esos de la vieja guardia del siglo pasado, que no asegure que todos allí, desde el director general hasta el afanador, son unos corruptos, falsarios, resentidos y que viven de inventar mentiras contra el sistema político mexicano. Sin embargo, el primer código de ética periodístico que yo conocí en un medio, lo supe desde la redacción de Proceso.
Cuando Julio Scherer dejó la dirección de Proceso y fue relevado por Rafael Rodríguez Castañeda, la revista sufrió un cisma; para algunos positivo, para muchos negativo. Sin embargo, la contundencia de los reportajes que semana a semana publica siguen siendo un referente para el periodismo nacional. No importa cómo se le nombre, Proceso está siempre en la picota de la discusión. Como dicen que dijo Sancho Panza:
–Ladran los perros.
–Señal de que cabalgamos –contestó don Quijote de la Mancha.
Han pasado ya 40 años de que la revista Proceso se fundó después de un golpe de estado al periódico Excélsior perpetrado por Luis Echeverría Álvarez, quien quería vengarse de Julio Scherer y de su equipo editorial, por su línea dura y crítica.
El domingo 6 de noviembre, Proceso cumplió 40 años de vida. En cuatro décadas, ha tenido buenos y malos tiempos; reportajes memoriosos y otros olvidables. Periodistas que han brillado por su trabajo como reporteros que se han diluido en sus textos. Aciertos y equívocos, pretensiones y renuncias, lealtades y traiciones… pero siempre, un nombre que suena en las escuelas de periodismo, en las redacciones nacionales, en la historia de la prensa nacional moderna.
Si dice el tango Volver “que veinte años no es nada”, cuarenta es doblemente nada porque lo es todo. Otras revistas, otrora importantes en la historia del periodismo, se han muerto o por lo menos diluido con los años. Proceso sigue en pie. Contundente. ¿Cuánto va a durar? Imposible saberlo. En periodismo nunca hay nada escrito a futuro, siempre a toro pasado.
Proceso cumple sus primeros cuarenta años de vida y valga esta memoria para conmemorarlos. Estoy convencido que todos los periodistas modernos mexicanos tenemos, directa o indirectamente, una deuda con el semanario. Así celebro sus cuatro décadas de vida.
Pero esto es tan solo mi opinión.