A mi padre, el barítono Alberto Herrera, quien cantó a Verdi en el Palacio Nacional de Bellas Artes, alternando con Maria Callas, Giuseppe Di Stefano y Leonard Warren.

En este breve ensayo, sólo voy a poder hacer un modesto recorrido por los antecedentes del músico, su sublime obra operística y recordar a mi padre, el barítono Alberto Herrera, quien cantó a Verdi en Bellas Artes.

Dentro del movimiento espiritual del siglo XIX, la ópera es decisiva, pues la Independencia Nacional se decide en tal dominio, cuya vanguardia se fortalece a medida que crece el círculo de las naciones que van a participar en las transformaciones musicales: Italia, Francia y Alemania.

Desde que el alemán Gluck crea en el terreno de la ópera seria y la tragedia lírica, el carácter nacional de ópera pierde su rigurosa eficiencia. El mismo aire que se respira en el virtuosismo cosmopolita, sopla hacia la internacionalización de la ópera.

Con su cuartel general en París, pero en compañía de sus aliados, los compositores alemanes e italianos, ve la luz la “Gran Ópera”: herencia espiritual de Gluck. Su legado lo recoge en el siglo XIX el italiano Luigi Cherubini (El aguador, 1800) y el francés Etienne Méhul (José, 1807), que marcó el cambio del gusto musical de esta época.

Una transformación que partió de Italia, donde a la ópera seria se había incorporado el coro del drama gluckiano y los conjuntos vocales de la ópera bufa, sin abandonar su esquematismo formalista, estéril, como en la obra de Simon Mayr, compositor alemán italianizado. Como testimonios elevados del romanticismo italiano está Norma (1831), de Vicenzo Bellini y Lucia di Lammermoor (1835), de Gaetano Donizetti, punto de partida del joven Verdi.

En Italia, la superación de la gran ópera y la restitución de la tradición nacional fueron obra de Verdi. Lo más curioso es que nada parecía revelar que el niño Verdi podía tener una misión importante en la historia musical de su país. Giuseppe Verdi, quien nace en Busseto, cerca de Parma, el 10 de octubre de 1813, como no parece contar con talento musical, no logra una beca en el Conservatorio de Milán.

El municipio de su pueblo natal y el protector Babeéis, quien más tarde va a ser su suegro, lo becan con Vincenzo Lavigna, experto acompañante del Teatro de la Scala. Verdi se consagra a la ópera hasta los veintiséis años.

Su ópera Oberto fue todo un éxito, en el escenario del estreno del Teatro de la Scala, a partir del que su fama se propagó con otras obras: Hernani, Macbeth y Luisa Miller. Verdi significó para Italia lo que Richard Wagner para el arte musical germano. Sus obras de juventud no sólo tienen valor artístico sino nacionalista y patriótico.

Las óperas Nabucco, Los Lombardos, Hernani y Juana de Arco, fueron obras populares, creadas en el marco del movimiento de liberación política y de unificación nacional de Italia, al punto de provocar sentimientos revolucionarios y demostraciones callejeras.

Lo que entones le importaba a Verdi era la superación del internacionalismo de la gran ópera a través de la renovación de la tradición nacional, en compañía de la cantabilidad melódica de Rossini y de la pomposa teatralidad de Meyerbeer.

Pero con sus óperas Rigoletto (1851), Il trovatore (1852) y La Traviata (1853), Verdi alcanzó una gran popularidad sin precedente en la vida operística italiana. Las óperas que siguieron fueron consideradas grandiosas: Un baile de máscaras (1858), La fuerza del destino (1862), Don Carlos (1867) y Aída (1871), estrenada a petición del virrey de Egipto, con motivo de la inauguración del Canal de Suez.

Las creaciones de su gran antagonista Richard Wagner no dejaron de repercutir en la escritura musical de Verdi. Pero no se entregó al estilo wagneriano como a la influencia de Mayerbeer. Verdi conservó su propia personalidad esencialmente italiana, gracias a la caracterización musical de los personajes dramáticos.

Pero cuando su amigo Arrigo Boito, entusiasta wagneriano, le revela el elevado arte dramático de Shakespeare, nacen de Verdi Otelo y Falstaff, en las que Verdi llega hasta las últimas consecuencias de su existencia como músico.

Sin olvidar las influencias de Bizet y Massenet, la pulsión melódica y el realismo musical de Verdi, recibió el nombre de “verismo crudo”. Verdi, además de concluir su carrera con el impresionante Réquiem (1874), en honor del poeta Manzini, llega a una avanzada edad, venerado por sus compatriotas como una de las grandes figuras de la música italiana y muere el 27 de enero de 1901 en Milán.

Mi padre fue cantante de ópera, barítono. Estudió dieciocho años de carrera musical en el Conservatorio Nacional de Música: solfeo, composición, armonía, historia de la música, dirección de orquesta, canto y tres idiomas, para poder ser cantante de ópera y músico.

Después de probar su calidad y dedicación en el coro de la ópera de Bellas Artes, logra ser solista de la Academia de la Ópera de Bellas Artes. Debuta en 1947 en el papel de Simeon en la ópera L’enfant prodigue, en el Teatro de Bellas Artes, y a partir de entonces en otros teatros nacionales y extranjeros.

Se caracterizó como Il sagrestano, Benoit, Alcidoro y Belcore. En 1948 participó en el estreno mundial de la ópera Elena, de Hernández Moncada y en 1951 en el estreno en México de Gianni Schicchi, en el papel titular. Cantó en el Palacio de Bellas Artes hasta 1960, en diversas óperas como Le peuvre Matelot, de Milhaud, La fuerza del destino, Rigoletto, La Boheme, La Traviata, Il Trovatore, Va pensiero, Nabucco, Aída y Otelo de Verdi.

Mi padre ensayaba a Verdi en casa y en la Academia de la Ópera de Bellas Artes, cuando el ambiente operístico en México ya tenía sus temporadas nacional e internacional, que eran todo un lujo. Cuando la ópera era de élite y casi nadie gravaba discos. En un tiempo en que el público vestía de gala y sólo era para gente culta no sólo rica.

Aunque la burguesía de entonces, no eran los nuevos ricos de ahora, lavadores de dinero, nacotraficantes o políticos, sino una clase que sabía que había venido al mundo para ser mejor ser humano y para cultivarse.

Mi padre cantó a Verdi en el Palacio de Bellas Artes, hasta que en 1960, el Presidente Adolfo López Mateos, simple engranaje del drama político mexicano, expulsó sin un centavo de retiro a todos los cantantes del coro, solistas y pianistas acompañantes de la Academia de Ópera de Bellas Artes, con la complicidad de un cortesano operador político, el lastimoso “maestro” Luis Sandi (encumbrado por el Estado), con el mezquino y errático fin de ahorrarle al Estado las posibles futuras pensiones de todos los cantantes y músicos.

Una grotesca política cultural de Estado, censurada hasta la fecha, por todos los políticos de todos los colores. Solo mi padre tuvo el valor civil de demandar al Estado, pues ninguno de sus compañeros tuvo la dignidad de acompañarlo.

Mi padre ganó estatura moral y dignidad, perdiendo, mientras el Estado perdió credibilidad y legitimidad ganando, pues “nunca ha sido ni será un Estado de Artistas”, como dice Octavio Paz en el Arco y la Lira.

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