Historias del Tercer Mundo

Foto: Wendy Rufino

Había una vez un lejano país en donde proliferaba un partido político que era tan pero tan voraz, que sus militantes se esforzaban por ocupar todos los espacios de poder posibles, hasta los cargos honorarios destinados a niños, hasta cargar las banderas de las causas sociales. Era tan insaciable que hasta tenía dos dirigentes y tan pero tan dogmático, que sus militantes registraban a sus hijos con el nombre del partido.

La palabra nepotismo no existía en su vocabulario. De hecho, para ellos y sus aliados consistía en una especie de discriminación. Del tipo de discriminación a la inversa que denuncian los hombres blancos o la gente de clase alta. Decían los diputados de ese extraño lugar que sus hijos tendrían que ocupar los mini espacios de poder del Parlamento Infantil, porque era lo justo, heredar el poder de generación en generación en generación.

Los miembros de este partido eran tan cínicos, tan fanáticos, tan incapaces de desarrollar la autocrítica o tal vez simplemente tan ignorantes, que incluso se ofendían cuando los medios de comunicación hacían notar sus errores. Entonces llamaban a los directores de los medios para reclamarles o los señalaban desde sus cargos de poder, pero luego, si alguien asesinaba a los periodistas, decían que no eran crímenes de Estado.

Estos soldados incansables sedientos de poder avasallaban también con las luchas populares, pero no porque les importaran, sino para poder acaparar reflectores. Así, de pronto las marchas feministas se tiñeron de pintas homofóbicas y comenzaron a excluir mujeres, al igual que los movimientos por el Orgullo Gay, que pasó de ser LGBTTTIQ a sólo G.

Todo esto, por supuesto, existió en un país ficticio que no se asemeja en nada al nuestro, en donde la democracia era una suerte de monarquía o dictadura, donde los legisladores que se opusieran a los designios del monarca eran tachados de traidores a la patria, al igual que los ambientalistas, los académicos, los padres de niños enfermos, los periodistas y en general todos los que osaran mancillar la sombra del elegido por Dios.

Este mundo de fantasía no estaba excento de magia y así, por una suerte de conjuro de pronto desaparecieron la corrupción, los delincuentes, el robo de combustible y también las personas desaparecían, en especial las mujeres. Algunas aparecían después, muertas, pero sólo porque ellas mismas se habían suicidado, habían provocado a sus agresores o habían sucumbido al materialismo que provocó el modelo neoliberal.

En esta maravillosa tierra, todos se deseaban el bien, odiaban el capitalismo y sus prácticas depredadoras, como la destrucción de selvas, bosques y manantiales para saquear recursos o para sembrar aguacates o para poner trenes con nombres prehispánicos o refinerías o aeropuertos o generar energía de la manera más contaminante posible.

En la concepción de democracia de estos seres mitológicos, sólo resultaba democrático lo que los favorecía a ellos y por eso querian acabar con los puestos de representación proporcional. De ese modo, garantizarían una mayoría absoluta para sí mismos y dejarían fuera los votos de las minorías, que aunque en la vida real son parte de un Estado democrático, en este mundo utópico no.

La autora es doctorante en Desarrollo Regional, maestra en Políticas Públicas

y licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UMSNH.

Ha publicado cuento y poesía y se ha desempeñado como periodista.

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