Foto: ACG.

Morelia, Michoacán

La revocación de mandato es una figura jurídica reciente en América Latina, a la que llegaron Colombia, Venezuela y Bolivia antes que México.

En principio, sin afán de prejuzgar ni prejuiciar, la revocación es un instrumento sano de derecho electoral que busca la autocorrección de la voluntad ciudadana, en aquellos casos en que la gente equivocó su opción de mejoría y terminó otorgando el poder a quien no le da resultados y lleva al país a los peores indicadores de su historia.

En otras palabras, el mecanismo funciona como un elemento virtuoso ahí donde es evidente el desgaste de la democracia representativa, porque al permitir revocar -a medio periodo- un mandato popular fundado en el error, crea las condiciones para que el electorado corrija su decisión de años atrás, revierta el deterioro de la vida pública y aplique un baño de oxígeno a su democracia.

Visto así el asunto, la revocación de mandato tiene varias cualidades y virtudes: pone a los electores frente a las consecuencias indeseables de su error, les devuelve el empoderamiento de origen del pacto electoral y abre un proceso de relegitimación del sistema de abajo hacia arriba.

Es decir, la revocación de mandato es el instrumento jurídico formal que tiene una sociedad inconforme y un pueblo agraviado, para retirarle el poder a un gobernante que hace mal uso de él y se sitúa por debajo de las expectativas que de él se tenían. Desde este punto de vista, no hay vuelta de hoja.

En la democracia, incluso desde una visión idílica, todo lo que contribuye a refrescar la legitimidad y a nutrir la toma de decisiones del colectivo social debe ser bienvenido.

Sin embargo, más acá de que la figura tiene un origen basado en la buena intención y de que iba a robustecer a la democracia, en Latinoamérica se ha desvirtuado y en algunos casos prostituido, porque el mecanismo revocatorio ha sido usado para ratificar no para revocar, se ha hecho de él un instrumento para rendir culto de adoración al gobernante, se lo ha reducido a farsa demagógica de tipo propagandístico y, al final, sirve a fines dictatoriales y no a propósitos democráticos.

En Venezuela y Bolivia se convocó a un ejercicio de revocación de mandato, con órganos electorales alineados con el oficialismo, pero en ambos casos la figura fue usada para burlar la constitución y extender arbitrariamente el mandato de Hugo Chávez y Evo Morales. Lo que ahí se fortaleció no fue la democracia, sino el autoritarismo de un Estado Unipersonal.

Los gobiernos populistas, incluido México, no son confiables en lo que toca a respetar las instituciones, los sistemas normativos y los procedimientos democráticos.

Llama la atención el febril entusiasmo que han puesto en la revocación el poder presidencial, su primer círculo y los operadores a cargo del gobierno federal y de los estados, promoviendo un ejercicio que, si fuese real y no tramposo, los pondría fuera del poder en unos días. Un dato adicional abulta el muy mexicano sospechosismo: en estados y municipios se está imponiendo una cuota de votantes, lo cual implica costos de movilización inimaginables y “maniobras” de “electoral fiction” que harán de todo esto una operación de Estado.

La propaganda guinda que inunda al país tampoco es casualidad, pues aparte de que hay en ella una burla al árbitro electoral y una violación sistemática de las disposiciones que rigen el proceso, lo que hay ahí -quizás- es una operación política encubierta: hacer de la revocación, al margen de sus números, plataforma de linchamiento del órgano electoral con miras a su remplazo. Esto puede sonar a música celestial para nostálgicos del viejo autoritarismo: para un demócrata, esto suena a música de cuerno indígena.

Sabemos que en México el presidencialismo es un culto casi escatológico (por popular), más que el rasgo principal de nuestra cultura política; clave para descifrar la historia, nudo psicológico no resuelto y un fenómeno cultural. Todo esto no es problema sino espejo, pues, como vio Octavio Paz, “los estilos de gobernar, sin excluir a las tiranías, corresponden a la historia y al carácter de cada pueblo”.

La revocación de mandato colinda, en un extremo, con la asunción acrítica y por aclamación popular de una autocracia provinciana y, en otro, con el espejo de Narciso: por lo primero, somos el país de los personalismos políticos ultramontanos, a los que se idealiza o endiosa sin reparar en lo que contienen y en las consecuencias que pueden llegar a significar en el futuro; por lo segundo, somos un país de reflejos condicionados, que mansamente responde a los estímulos y apetitos más íntimos del poder.

Todo esto es discutible, como todo lo que tiene relación con el clima y universo de las ideas, pero es necesario advertir el que es, a mi juicio, uno de los mayores peligros del ejercicio revocatorio: hacer del culto a la personalidad la antesala de creación de un Tótem (según la concepción de Freud) del que no se pueda escapar y al que se deba seguir religiosamente a todas partes, sencillamente porque los mecanismos psicológicos que mueven al pueblo ni él los entiende.

A estas alturas, el triunfo o derrota de tal ejercicio no depende de que el presidente se vaya o se quede; depende, en buena medida, de que las urnas no aparezcan solas, desangeladas y vacías ese y los días siguientes. Al tiempo.

Pisapapeles

La revocación es una finta teatral, como tantas que hemos visto en más de tres años.

leglezquin@yahoo.com

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