La Habana, Cuba

No importa cuál haya sido su historia, La Macorina sobrepasa, y con mucho, los alardes de su simpático apelativo. Fue, y sigue siendo, la mujer galante más famosa de Cuba, una hembra con una vida disipada y ropa de lujuria, una reseña periodística diaria, una calentura tremenda de sus admiradores y un puñal en manos de sus detractores. Tal es así que muchos dudan de su real existencia y creen que es una invención de los mentirosos del barrio.

La causante de tanto alboroto es María Constancia Caraza Valdés, nacida el 14 de marzo de 1892, en Guanajay, actual provincia de Artemisa, en el seno de una familia humilde y honorable, donde apenas «se hablaba para no ofender».

La joven, por el contrario, es desde sus primeras épocas, vivaracha, algo descarada y muy inquieta. Por ello no sorprende que a los quince años se enamore de un mozo salvaje con él que se fuga a la capital en busca de una miserable casa de vecindad de la Habana Vieja.

Allí, la atrapa su padre, quien exige un inmediato matrimonio para «lavar la deshonra» y no tiene más remedio que ceder ante la decisión de María de lanzarse desde la azotea si la obligan a contraer nupcias. La autoridad paterna cae ante un carácter fuerte, enérgico, impulsor de muchos disparates.

A partir de ahí, la hija de campesinos se olvida del noviecito adolescente y comienza a acercarse a ese destino de mujer imán que no la deja dormir. Una matrona se le acerca a ratos con regalos tratando de «abrirle los ojos». Más tarde, le trae a un caballero de cierta edad lleno de monedas y, a la semana, llegan varios más: todos entrados en años, ricos y generosos. Así, su armario se llena de pieles y costosos vestidos, sus dedos se introducen en sortijas valiosas y su libreta bancaria se hincha como un globo.

Se transforma, de la noche a la mañana, en una mujer rica, en la reina habanera de una prostitución selectiva, alejada de los burdeles y las basuras callejeras. De paso, abandona su nombre original y empieza a hacerse llamar María Calvo Nodarse, para olvidar la intolerancia de su progenitor, fallecido joven.

Por esos años de principio de siglo muchos habaneros lloran a sus pies y le conceden un viejo anhelo: el volante. Según su licencia de manejo, en 1917 es la primera fémina que conduce un automóvil en Cuba, luego de recibir clases de Eladio Peñalver, su primer chofer y amigo íntimo. El hecho le da goce, glamour y, a la vez, le gana la ofensa del hormiguero femenino que no para de denunciar sus escandalosos amoríos.

Envuelta en carnes, con un rostro lleno de lunares, grandes ojos negros, cabello corto e indiscutible carisma, la cortesana, juguete del Prado y el Malecón, se gana por sus andanzas en cuatro ruedas un apelativo ideal: La Macorina, apodo que, según Guillermo Villarronda, de Bohemia, le endilga un jovencito borracho de la capitalina Acera del Louvre, al lado del famoso Hotel Inglaterra.

Entre 1917 y 1934 a La Macorina, amante Miguel Mariano Gómez, antiguo presidente de la República, le sobran bienes: cuatro residencias palaciegas, nueve autos, la mayoría europeos, varios caballos de raza y abundante dinero, más del que se puede ambicionar sin caer en el delito de la avaricia.

Miguel Ojeda Vila en el libro La Macorina nos habla sobre sus viajes:

“Sin precisar fechas y lugares, las personas entrevistadas recuerdan que ella vivió también en España, México y París, y que enseñó a las criadas mexicanas a usar el trapeador para limpiar el piso. No permitía que ellas se arrodillaran sobre el suelo, frazada en mano, para tal labor, por considerarla degradante”.

Pese a ello, no hay que engañarse, la dama es una despilfarradora compulsiva y sus catorce parientes tornarán el oro en fango.

El primer golpe lo recibe durante la parálisis financiera de inicio de los años veinte surgida como resultado del brusco descenso de los precios azucareros que se produce al finalizar Primera Guerra Mundial y en 1934, con 42 años y un cuerpo marchito de manera temprana, se ve obligada a desvalijar sus mansiones y subastar hasta los clavos.

Más tarde, funda un lugar de citas de la calle Príncipe número 155, entre San Francisco y Espada, primer piso, que funciona hasta los sesenta y es visitado por dueños de negocios de las cercanías temerosos de los escándalos y los hechos violentos de ciertos burdeles de menor rango.

En este lugar los caballeros escogen a sus preferidas tras revisar un álbum de fotos. Las mujeres entran por Príncipe con un misterioso velo que les cubre el rostro y los galanes usan un camino contrario.

La Macorina, desaparecida en 1977 con la frustrada ilusión de repartir muñecas entre las niñas de Cuba, inspira al personaje de la aviadora en la novela Las impuras de Miguel de Carrión y está presente en la obra de teatro Réquiem por Yarini,de Carlos Felipe. Cundo Bermúdez la pinta en 1978 sentada en un llamativo automóvil rojo oscuro con una cubierta plegable.

Por su parte, el poeta asturiano Alfonso Camín le dedica un poema (tu boca una bendición / de guanábana madura, / tus senos, carne de anón (…) / «Pon, ponme la mano aquí, Macorina») que es musicalizado, luego, por la mexicana Chavela Vargas.

La doña es también el centro de un famoso danzón de Antonio María Romeu y de un son muy de moda en aquel entonces interpretado por Abelardo Barroso, con el respaldo de la orquesta Sensación («ella gasta gasolina, / en su carro colora’o…).

Una tarde, Miguel Barnet, con el aval de sus novelas testimoniales, me ofreció un retrato de esta imagen mágica, sensual y atrevida que nunca se borrará del vitral de la vieja Habana. «En su descapotable color morado obispo, / su pelo rojo al aire habanero / La Macorina muerde su fruta / blanca y jugosa / y desafía el olvido».


Discover more from Primera Plana MX

Subscribe to get the latest posts sent to your email.

Deja un comentario