Foto: Adán García

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Cuando sicarios apilaron a la orilla de una autopista de Michoacán los cuerpos de nueve elementos de la Policía Federal, semidesnudos, con marcas de tortura y ejecutados a balazos, aquel 13 de julio del 2009, parecía que el crimen organizado había rebasado todo límite para desafiar al Estado mexicano.

Junto a la montaña de cadáveres, el cártel de La Familia Michoacana se dio el tiempo de escribir un mensaje a mano, sobre un cartón, dirigido al gobierno del entonces presidente Felipe Calderón: “vengan por más, los estamos esperando”, se leía. La guerra estaba declarada.

Ese épico ataque contra la institución élite de las fuerzas federales, tuvo como antecedente la captura de Arnoldo Rueda, alias ‘La Minsa’, uno de los líderes de esa organización criminal que tenía en su primera línea de mando a Nazario Moreno, ‘El Chayo’; Servando Gómez, ‘La Tuta’, Dionisio Loya, ‘El Tío’, y a su cerebro financiero Enrique ‘El Quique’ Plancarte.

La múltiple ejecución fue considerada una venganza por la detención de ‘La Minsa’, y fue también el día más oscuro en la existencia de la ya desaparecida y lastimada Policía Federal.

Pero no ha sido la única afrenta contra las autoridades, escrita por los grupos criminales a través de masacres y ejecuciones públicas en territorio michoacano. Los atentados con granadas del 2008 en el centro de Morelia, que dejaron ocho civiles muertos y más de un centenar de heridos, prácticamente frente al balcón donde el entonces gobernador Leonel Godoy hacía el repique de campanas la Noche del Grito de Independencia, fue otro desafío, franco y abierto.

A estos capítulos podemos sumar la lluvia de proyectiles que casi deshacen la camioneta de Minerva Bautista, secretaria de Seguridad Pública del Estado –también en tiempos del godoyato-, los decapitados del bar Luz y Sombra en Uruapan, los 18 cuerpos colgados en esa misma ciudad -ya en el sexenio del perredista Silvano Aureoles-, la reciente masacre de 11 civiles en Tarecuato o los innumerables asesinatos de mandos y atentados contra trincheras de la Policía, o la quema de empacadoras, gasolineras y tiendas de conveniencia.

Todos estos ataques tienen como denominador común que no conocen de siglas partidistas, colores, ideologías ni credos en los gobiernos que han desfilado, municipal, estatal o federal. Su capacidad logística, económica y de fuego supera la de muchas instituciones de seguridad. Están listos para enfrentar la guerra que les declaren, sin importar quién gobierne.

No les importa si hay balazos o abrazos desde el gobierno; igualmente irán tras su objetivo: el control de los territorios, a costa de lo que sea. Pero el segundo estatus, el de los abrazos, les hace sentir más cómodos, más libres, sin ninguna intimidación o amenaza a sus intereses.

Ese mar de impunidad es el que explica el atípico fusilamiento que gatilleros ejecutaron contra presuntos sicarios rivales, en pleno velorio, el pasado domingo en San José de Gracia, y las cinco horas que se dieron para limpiar la sangre con chorros de agua, levantar ellos mismos los cuerpos y llevárselos sin ser molestados.

No hay evidencia para saber si fueron 17, menos o más los muertos –aún no se tiene una cifra oficial confirmada-, pero por donde se le vea estamos frente a un grave, gravísimo nuevo desafío de los grupos criminales, que nos hace recordar aquella lapidaria frase del 2009: “vengan por más, los estamos esperando”.

Y si, ¿qué más hay que esperar? La delincuencia nos tiene a todos contra el paredón.

Cintillo

Por primera vez el gobierno reconoció el riesgo de que no se federalice la nómina magisterial, anunciada hace ya tres años. Eso acabaría con el negocio y estilo de vida de la CNTE.

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