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Una tarde de agosto del 2013, siendo corresponsal de Reforma, un grupo de hombres armados interceptó el vehículo donde huíamos de una amenaza, que supuestos “halcones” nos hicieron cuando, con dos periodistas más, habíamos llegado al municipio de Aquila, en el Pacífico michoacano.
En esa localidad, colindante con Colima, ya desde el año 2002 las autoridades habían documentado que era usada como zona de desembarque de droga procedente de Centroamérica, para conectar con rutas de distribución que tenían alcance hasta Estados Unidos.
Era, desde entonces, una zona de riesgo para la labor periodística. Pero esa tarde de agosto, la noticia de que la Marina había detenido a más de 30 autodefensas que tenían el control del territorio, nos llevó hasta ahí.
Cuando escapábamos sobre una serpenteada carretera, incomunicados en plena sierra por la falta de señal, aparecieron al menos ocho hombres armados que viajaban en una camioneta tipo pick up, quienes nos cerraron el paso.
Ya bajo su control, nos obligaron a conducir por un camino secundario hasta llegar a un paraje donde nos ordenaron esperar la llegada de su “comandante”. Los siguientes minutos fueron de zozobra y angustia, acompañados de preguntas que los empistolados “disparaban” sobre nuestra presencia en la zona.
El “comandante” que aguardamos durante un par de horas, resultó ser un joven no mayor de 22 años, complexión atlética, chaleco balístico, fornituras y armas de grueso calibre a la vista. Lo flanqueaban varios pistoleros más; algunos difícilmente llegaban a los 18 años.
Siguió el interrogatorio, a la par de comunicaciones por radio que hacía uno de los gatilleros; otros, – en un perímetro de unos 50 metros – estaban en posición de disparo, como temiendo una emboscada proveniente de algún punto del denso cerro que nos rodeaba. Denotaban estar adiestrados… y determinados a todo.
Y esa es una cruda realidad, que se ha ido acentuando en muchos territorios de nuestro país: la del reclutamiento de menores o jóvenes en las filas de la delincuencia. Michoacán no es la excepción.
Su enlistamiento, cada vez a más temprana edad, exhibe el grave descuido que han tenido los gobiernos, agravada –hay que decirlo también, en un ejercicio de autocrítica como sociedad – por un severo debilitamiento del núcleo familiar, traducido en el deterioro o pérdida de valores.
El estudio “Niños, niñas y adolescentes reclutados por la delincuencia organizada”, que dio a conocer recientemente la organización Reinserta un Mexicano, desnuda con toda nitidez este problema.
En esa investigación se entrevistó con minucioso detalle a 89 adolescentes que se encuentran privados de la libertad por delitos cometidos. Se documentó, a partir de los testimonios y evidencias recabadas, que 67 de ellos habían estado en las filas de la delincuencia organizada en diferentes estados de la República, y estima el informe que unos 30 mil hacen labores de espías, combatientes, cocineros o mensajeros.
En el análisis de los casos estudiados, se destaca que “la falta de apego, la desintegración familiar y la impunidad”, son abono fértil para que este reclutamiento haya escalado peligrosamente en las últimas décadas.
Y seguirá en ascenso si no se desdobla una estrategia integral -en toda la extensión de la palabra-, tanto de prevención como de contención de la delincuencia.
No hay tiempo para titubeos ni cálculos políticos en la ejecución de líneas de acción eficaces y articuladas desde la Federación, en donde confluyan gobierno y sociedad civil organizada. Ya no más generaciones perdidas.