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La sangrienta irrupción de sicarios en las afueras de un bar, en la zona comercial de Morelia, es otro duro golpe en la cara. Nos recuerda, con su saña característica, que el problema de la inseguridad sigue siendo uno de los retos más desafiantes en Michoacán y en todo el país. Si no es que el más.
Los grupos criminales han demostrado, una y otra vez, que su poderosa capacidad económica y de fuego no reconoce fronteras, ideologías, partidos, colores ni gobiernos.
Lo vimos en el sexenio de Lázaro Cárdenas Batel (2002-2008), con los decapitados en el bar Sol y Sombra, de Uruapan; o cuando un comando protagonizó –en su primera semana como gobernador- una cruenta balacera con armas de alto poder, en la misma avenida que, en la madrugada del lunes pasado, las balas mataron a seis personas frente a un bar. En aquella ocasión, hace casi 20 años, el saldo fue de cuatro muertos –tres hombres y una mujer-.
Lo vimos en el gobierno de Leonel Godoy (2008-2012), con los granadazos que acabaron con la vida de ocho personas y lesionaron a más de un centenar –varios de ellos mutilados-, la trágica Noche del Grito, que aún sigue taladrando en la vida de los morelianos por la brutal saña de los ataques. Todas las víctimas eran civiles inocentes que habían acudido a presenciar el festejo patrio.
Con el gobierno compartido de Fausto Vallejo, Jesús Reyna y Salvador Jara (2012-2015), la película no varió. La quema de gasolinerías, empacadoras y tiendas de conveniencia, se hicieron costumbre cuando los dueños se negaban a pagar cuota. No pocas veces, el castigo fue la ejecución.
Cómo olvidar, por seguir con estos ejemplos, la masacre de limoneros que acababan de reunirse con autoridades para clamar ayuda ante el asedio de la delincuencia.
Era tal la espiral de violencia, que en el año 2013 la gente en los pueblos se armó y enfrentó por su cuenta a los delincuentes, y aunque los llamados autodefensas lograron el objetivo de eliminar al grupo criminal hegemónico, otras células se fortalecieron y son las que hoy disputan el control de los territorios.
Lo vimos con Silvano Aureoles (2015-2021), con los 19 cuerpos colgados o cercenados en Uruapan o los 13 policías emboscados y muertos en Aguililla. Y lo estamos viendo, otra vez, en el inicio del gobierno de Alfredo Ramírez Bedolla (2021-2027), con el acribillamiento público de quienes departían a las 3:33 horas del lunes, afuera del bar Cantina 25.
Estamos frente a un fenómeno delincuencial que trasciende los cambios de gobierno y que se enquista peligrosamente en la sociedad. Se enquista y se propaga.
Los esfuerzos aislados serán vanos, sin importar qué partido o color gobierne. El reto exige una articulación bien calibrada, sin filias ni fobias, que vuelque toda la fuerza del Estado en líneas de acción preventivas, sí, pero también de contención. No hacerlo así, integral, es sólo simulación.
Vanagloriarse de que, en sus primeros días, a Bedolla le estalle en las manos el problema de la violencia, considerando que ningún partido ni gobierno –del nivel que sea-, ha logrado consolidar un modelo eficaz de combate y control de estos grupos, sería no solo un error, sino un absurdo y una penosa postura de coyuntura y oportunismo político, tan endeble y tan frágil como las estrategias trazadas hasta ahora.
O peor aún: tan endeble y tan frágil como los valores que hemos dejado de promover desde la familia. Porque es ahí también, por mucho, el origen del problema. Es ahí, sin duda, donde también nos urge replantear.