Morelia, Michoacán
“Güey, ¡estoy salao!”, protestaba mi vecino Felipe, cada vez que se levantaba “enchilado” o “como agua para chocolate”, según doña Petronila, sin imaginar, por supuesto, que su alusión a la sal, acompañada de otras palabrotas, tiene una gran trascendencia por la increíble cantidad de historias, tradiciones y supersticiones que pueden girar en torno a un diminuto grano del oro blanco.
La mayoría de los mexicanos vemos la sal con desdén, casi con desprecio, pues creemos que solo sirve para darle el punto mágico a ciertos platos, proteger las carnes y pescados y elaborar algunos encurtidos. No obstante, hay mucho más. Los egipcios, y más tarde, los griegos acostumbraban a echarla por encima del hombro izquierdo a fin de cegar a los demonios que deseaban darles una puñalada trasera, además, evitaban derramarla por gusto, porque, como reza el refrán: “Si se vierte el vino, es buen signo; derramar la sal, es mala señal”.
Los chinos, por su parte, consideran la sal como símbolo de buena suerte, ideal para ahuyentar a los fantasmas, mientras que en Japón se rocía con este grano el escenario del teatro antes de comenzar la actuación para prevenir las juguetonas acciones de los espíritus. Los judíos y los musulmanes, con creencias religiosas tan diferentes, no se quedan tampoco atrás, y coinciden en que el cloruro sódico los protege del ojo del diablo.

Los romanos adquieren, asimismo, el hábito de pagar a los funcionarios públicos con sal (origen de la voz salarium), basados en la creencia de que habrá dinero si lo primero en entrar en una casa nueva, o en un negocio, es la sal, la cual, por cierto, no debe ser regalada ni pasada de mano en mano. Siglo después, ya en la Edad Media, los señores feudales la colocan de manera estratégica en las esquinas de las cuadras para proteger a los equinos de un montón de enfermedades.

Pero, bueno, volviendo al malgenioso de Felipe, estar salao o “tener una tremenda salación encima”, significa tener poca suerte, estar de malas o ser muy desafortunado. Y, claro, cualquier molesto evento puede provocar este dicho: una caída del caballo, un grano que no te deja montar la bici, una mala cosecha atacada por los bichos, una pérdida del avión, un tremendo rayón en el coche, un robo del celular acabado de comprar. En fin… la lista es tan escabrosa que da pie al estribillo de un conocido tema de la música tropical: “Padrino, ¡quítame esta sal de encima!”, mientras que en una letrilla romántica de Alex Rivera se lee: “¡Estoy salado!, siempre me engañan…”.

Esteban Rodríguez Herrera en su obra Léxico mayor de Cuba se da incluso el lujo de teorizar sobre este desequilibrio: “Una salación es una desventura que se ceba en una persona como si le persiguiera un destino fatal. Mala suerte que puede traducirse en un daño material o moral, el cual le impide al sujeto recobrarse”.

Bueno, ¿y qué le podemos recomendar a los salaos? Mi amigo Gervasio, un zapatero medio filósofo de Zacapu, me dio tres consejos santos: dejar de ser negativos, hay gentes que pierden las batallas antes de tirar una miserable piedra; ser más audaces y entusiastas ante la vida, y por último, dejar el miedo debajo de la cama, pues de los tímidos y cobardes nunca se ha escrito nada bueno.
De todas formas, es bueno aclarar que estar salao no significa lo mismo en todos los países. En Argentina, por ejemplo, esta voz se asocia con la carestía de ciertos productos y en España con los tipos graciosos, agudos o chistosos (Ese Pepe está salao… las tiene saltando en un ladrillito). Lo malo es que si un gaucho visita un restaurante en el centro de Ciudad de México y asegura “que la cena estuvo muy salada” cometerá una gran injusticia con el chef de turno, quien podría ser despedido y repetir la misma frase, pero con otro sentido. ¡Qué salación la mía!… ¿qué haré ahora si chamba?
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