Ciudad de México – El Universal

Todo mundo lloraba, Antonio Matouk, el representante de Pedro, se desmayó; Sara Guash, la actriz chilena, sufrió una fuerte crisis nerviosa que la llevó al hospital; la señora madre de Infante casi se desmayaba.

Medio centenar de personas tuvieron que ser atendidas por la Cruz Roja el día del entierro de Pedro Infante, su muerte causó desmayos, insolación, crisis nerviosa y golpes, siete personas que asistieron al sepelio fueron hospitalizadas.

La tragedia de su fallecimiento tras sufrir un accidente aéreo conmocionó a México, país al que amó y admiró profundamente; la gente correspondió ese amor cuando lo despidieron en el Panteón Jardín entonando “Amorcito corazón” en medio de lágrimas, muchas lágrimas.

Cinco años antes de morir, en 1952, El Universal platicó con Pedro Infante, en aquélla conversación, el ídolo de Guamúchil habló sobre lo que significaba ser mexicano y el encanto de sus paisajes que no se iguala con ningún otro lugar del planeta.

“Yo no soy mexicano por haber nacido en esta tierra, cosa que pudiera ser un simple accidente. Soy mexicano por convicción, porque amo todo lo nuestro, porque me gustan las costumbres, el folklore, el paisaje, la tradición y el cielo de México. Para mi ningún otro país reúne mayor belleza que el mío. Y no crea que obedezco a un sentimiento patriotero y ridículo, sino a una inclinación natural de admiración hacia esta sin par Tenochtitlán, tan llena de cosas incomprendidas pero tan hermosas a la vista de quien sabe escudriñar y sentir”, expresó.

El intérprete de “Cien años” y “La Calandria” aplaudió el humor exquisito del mexicano y la capacidad de reírse hasta de sus desgracias.

“Amo al pueblo de México por sus dotes espirituales, por su sentido de la hospitalidad, por su temperamento artístico. El ingenio de nuestros compatriotas no sólo dentro de sus capacidades en el trabajo, sino hasta en el chiste oportuno y en su guasa estoica enfocada en sus propios padecimientos, es realmente genial y profundamente gracioso”, se sinceró.

El ídolo de la Época de Oro del cine mexicano señaló su fascinación por los paisajes campiranos de México, mismos que fueron escenarios de películas como “Tizoc”, “Los tres huastecos” o “Dos tipos de cuidado”.

“Amo el paisaje extraordinario de mi suelo. En cada rincón del campo hay un motivo pictórico, hay un canto de gloria, hay un romance de árboles hechos poesía. Los pueblecitos escondidos entre montañas, tienen el encanto de las leyendas infantiles con sus blancas casas, con sus tejados rojos y su verde campiña. Aún las pobres casas de adobe techadas de paja, sus cercas de piedras de río y sus nopaleras tienen algo romántico, pintoresco y muy nuestro”.

En estos escenarios mexicanos, Infante protagonizó diversos personajes, como el charro, el cual encarnó en “Dos tipos de cuidado” como Pedro Malo, un conquistador amigo de Jorge Bueno (Jorge Negrete) que vive un drama marcado por el amor y la amistad.

“Me gustan los charros, pero en general cualquiera que tenga el alma nuestra. No me sentiría capaz de aceptar el rol de un hombre que no fuera de acá, de este lado. Sé que un actor debe intentarlo todo, pero también comprendo que cuando puede identificarse con el personaje, lo vive con mayor intensidad y le da un poquito de su sabor personal. He trabajado en muchísimas películas muy mexicanas, y pienso que haría el ridículo si de la noche a la mañana cambiara frente a la cámara mi nacionalidad”.

Infante también detalló su gusto por la gastronomía mexicana, y se declaró fan de las carnitas, el mole, los tamales y la barbacoa.

“Mi paladar viaja por toda la República, me gusta saborear los platillos del norte y los del sur, desde las agujas y el caldo de queso de Monterrey y de Sinaloa, respectivamente, las corundas de Michoacán, el mole de Puebla y las garnachas de Veracruz y de Guadalajara la birria, hasta los tamales chiapanecos y el relleno negro de Yucatán. Me gustan las carnitas y la barbacoa, el tepache y el tlachicotón sin moscas”, detalló.

En aquella amena plática, el actor reveló que uno de sus sueños era visitar el campo, olvidarse del trabajo y disfrutar de la vida debajo de la sombra de un árbol.

“Quiero viajar, irme unos días al campo periódicamente y tirarme bajo un árbol sin recordar a cuánto estamos ni qué hora son. En una palabra, olvidarme de ajetreos, de estudios y de negocios. ¡El espíritu se fatiga también! Y hasta el apetito se pierde”, consideró.

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