Madrid, España.- Un incómodo sentimiento de culpa recorre el urbanismo y la arquitectura con cada atentado. Sucedió después de los ataques a las torres gemelas del 11-S, cuando el debate colateral se empeñó en cuestionar la altura de los edificios y su resistencia estructural a la arbitrariedad terrorista. Se repitió la reflexión tantas otras veces. Desde el ejercicio intelectual de acusar al diseño de la banlieueparisina de cultivar el odio en su aislamiento periférico, hasta los bolardos y la recomendación de colocarlos en los extremos de las Ramblas que se reprocharon los cuerpos policiales este verano. Una reflexión de urgencia configura la base de un nuevo urbanismo, esta vez basado en la seguridad y la construcción de muros en el espacio público. ¿Volvemos a la ciudad fortaleza?
La naturaleza urbana sigue su curso en la era posterrorista. El Ayuntamiento de Florencia, ante el riesgo de destrozar su patrimonio urbano, se propuso tras los atentados de las Ramblas encontrar soluciones. La idea, auspiciada por el arquitecto Stefano Boeri, consistió en lanzar un bando solicitando proyectos —también participan historiadores del arte y sociólogos— para bloquear los extremos de algunas avenidas sin recurrir a bloques de hormigón o a las tanquetas del ejército que circundan irremediablemente los monumentos de Italia. Un paisaje habitual también en las calles de Francia, donde el estado de excepción forma parte del entorno urbano.
El primero en lanzar una propuesta fue el propio Boeri, que planeó un artefacto que mezclaba zona verde y barrera. Pero sirve, dice, solo hasta cierto punto. “No creo que se puedan liquidar todos los riesgos a través del urbanismo o las políticas de seguridad. Pero podemos evitar que la amenaza empeore la calidad de los espacios públicos europeos, hoy ocupados por furgones, barreras de cemento… si comparas ese entorno con la amenaza real, es desproporcionado”, sostiene. De modo que se trata, apunta el arquitecto milanés, de convertir los muros en casas, en puentes… “Hacer de la necesidad virtud. Yo lo llamo resiliencia verde”.
Pero la fisonomía urbana se transforma y deja la huella de una cierta derrota, como señala el sociólogo estadounidense Richard Sennett, que participó en los debates sobre la reconstrucción de la Zona 0 de Nueva York tras el 11-S. El autor de La corrosión del carácter o El extranjero señala algunos errores de aquella experiencia que dan algunas pistas. “La manera en que Nueva York empezó a pensar en el modo de protegerse contra el terrorismo con edificios a prueba de ataques fue equivocada, el plan consistió en convertirlos en fortalezas”, apunta Sennett.
Pero hoy el debate se traslada al espacio público, razón de ser de las ciudades europeas y objetivo principal del terrorismo en los últimos atentados. Y el estrés postraumático se percibe en las calles de una ciudad de igual modo que en su población. “Poner algunas barreras está bien para determinadas situaciones. Puede funcionar en las Ramblas, pero no es algo profiláctico. Desmotiva algunas actitudes, pero no previene. Y al final no se puede desfigurar una ciudad y convertirla en un espacio de miedo. Porque, además, si alguien quiere hacerse volar por los aires lo conseguirá. Creo que se pueden hacer cosas para frenar camiones. Pero dudo de que seamos la respuesta. Más bien se encuentra en aprender más sobre el terrorismo. No puedes ponerte a salvo deformando la ciudad”, señala Sennett.
El riesgo de desfiguración, la difícil conciliación entre seguridad y la conservación de la esencia de un proyecto arquitectónico, apuntaba Richard Rogers en una conversación con EL PAÍS a propósito de este asunto en el Hay Festival, es bastante elevado. Especialmente si se trata de lugares como Florencia, cuyo patrimonio cultural no admite el mismo modelo de protección. Su alcalde, Dario Nardella, alcalde de la capital toscana, subraya el respeto al contexto histórico que debe mantenerse y reconoce la extrema dificultad de intervenir en el centro. “Habrá una nueva forma de urbanización. Para proteger la ciudad. Son organismos abiertos y frágiles. No podemos concebir una ciudad sin lugares públicos abiertos, sino sería una fortaleza. Las ciudades no volverán a ser fortificaciones medievales, sabrán adaptarse a los desafíos de la seguridad de nuestro tiempo. Y es decisivo el aporte de los arquitectos”.
Desde el punto de vista sociológico, como Nardella apunta, existen modelos de ciudad cuyo urbanismo soporta el estigma moral de la exclusión —ahí está la premonitoria La Haine, la película de Mathieu Kassovitz (1994) sobre el extrarradio parisino—. Una referencia al modelo francés aplicado en los años 60 para alojar a parte de la población obrera convertida con la segunda generación de inmigrantes en un involuntario gueto racial. Una olla a presión que le explotó en las narices a Nicolas Sarkozy cuando era ministro del Interior —se fue hasta allá para llamarles “chusma”—, y se convirtió en antesala del relato de un tipo de relato del odio del que podría alimentarse más adelante el yihadismo. Un pasaje directo Trappes (a solo 25 kilómetros del centro de París) a Raqqa.
Por eso desplazar a la periferia los edificios de protección oficial, apunta Nardella, es hoy un error. Florencia, por ejemplo, rehabilitó hace poco la antigua cárcel de Le Murate con la ayuda del Renzo Piano y la convirtió en vivienda pública destinada, en gran parte, a la inmigración.” Donde no hay cultura, servicios, solo inmigrantes… creamos las condiciones para aumentar el odio social. El urbanismo, los políticos y los alcaldes tienen que repensar las ciudades de la época posterrorismo”.
Fuente: El País