Santiago, Chile.- El director mexicano, ganador del Oscar, volvió al festival con la instalación Carne y arena. Una obra que acerca a la experiencia de quienes cruzan la frontera de México y EEUU.
“Esto no es cine. Esa es otra cosa. Quizás una nueva forma de arte, el octavo arte. No hay pantallas, no hay encuadres, todo pasa enfrente, detrás, arriba y al lado de nosotros”. Alejandro González Iñárritu habla muy entusiasmado, luce particularmente locuaz y no oculta su impresión de lo que logró durante cuatro años de trabajo junto su director de fotografía, Emmanuel Lubezki. Está frente a su juguete nuevo y después de que los periodistas pasan por la experiencia, se esmera en saber qué sintieron tras ser apuntados por policías “gringos” de la frontera. Busca enterarse cuán reales lucían los indocumentados reducidos en acción, apaleados en pleno desierto de Arizona, metidos a un camión con destino desconocido. Es su instalación (a falta de otro nombre) y se llama Carne y arena. Es la obra de realidad virtual que debutó en el Festival de Cannes hace tres días y que luego viajará a escogidos museos del mundo.
Trabajando junto a su director de fotografía habitual y utilizando la tecnología que le puede proveer Oculus, empresa pionera en la realidad virtual, González Iñárritu desarrolló una historia que en realidad es la rutina cruel de miles de indocumentados en busca de un futuro en Estados Unidos. La mayoría viene de México, pero como la misma Carne y arena lo exhibe hay muchos que llegan de Honduras y de Guatemala. Muchos, además, ni siquiera saben hablar castellano y se comunican en la lengua originaria de su etnia respectiva. Cuando un policía les grita no entienden nada, ni en inglés ni en español. Sólo comprenden que les duelen las costillas, porque la golpiza es un idioma universal.
Financiada por la Fundación Prada y Legendary Pictures, Carne y arena fue realizada con varios de los mismos migrantes, reclutados en esta ocasión para recrear sus experiencias. Antes de entrar a la experiencia inmersiva de la realidad virtual, el visitante pasa a una sala de espera donde hay mochilas, zapatos, pantuflas y hasta pequeñas zapatillas infantiles encontradas en la zona de la frontera. En un casillero se deja el calzado y luego hay que esperar a que una luz de alarma se encienda para cruzar la puerta: esta sala de metal es la primera parte de la instalación y, en realidad, es la recreación de una “hielera”, el tipo de celda donde los migrantes pueden pasar incomunicados hasta dos días.
Tocar corazones
La verdadera historia de Carne y arena parte cuando se enciende la ampolleta roja y se entra a un gran territorio oscuro con piso de arena. Tres técnicos manejan el casco, los audífonos y la mochila que le pondrán al visitante para entrar virtualmente a la maldita y peligrosa frontera. Pero antes, un paréntesis: no deja de ser irónico que para asistir a este espectáculo de la miseria, cada periodista sea trasladado en un lujoso Renault con asientos de cuero hasta el aeródromo de Mandelieu, ubicado a 6 kilómetros de Cannes y destino habitual de los jet privados de las estrellas. Es en ese lugar donde González Iñárritu encontró el hangar que le permitió recrear a sus anchas la instalación que se exhibirá oficialmente y en versión extendida desde junio en la Fundación Prada de Milán y luego pasará al Centro Tlatelolco de Ciudad de México y el Museo del Condado de Los Angeles en EE.UU.
En cualquier caso, durante los poco más de siete minutos que dura la obra virtual, no hay tiempo para pensar en la ironía. Carne y arena es, desde un punto de vista tecnológico y narrativo, un milagro. Primero se divisan los cactus, el terreno pedregoso y un sol que quema. Luego vuelan algunas bolsas plásticas que parecen venir directamente a la cara y a las que instintivamente se le hace el quite. Hay una familia que camina contra su propia debilidad física. Luego se observa a un niño de no más de 12 años y en una esquina hay una mujer anciana que bebe alcohol desde un envoltorio plástico. No para.
Pero luego la tierra que era firme tiembla como si un terremoto del sur de América se hubiera desplazado a Arizona. La diferencia es que acá se escuchan y ven los helicópteros de los federales estadounidenses, se oyen los gritos en inglés y español de la policía y ante un rifle frente al rostro, no se espera a que el uniformado diga “Arriba las manos”. Por instinto se levantan. Es más, como contaban algunos visitantes al propio Iñárritu al término de la experiencia, hubo más de alguien que llegó a ponerse de rodillas.
El punto culminante o clímax llega si es que uno quiere tocar a los personajes. ¿Qué pasa ahí? Sea un policía o un migrante, un estadounidense o un hondureño, la imagen será la misma: se despliega en todo su esplendor un gran corazón multidimensional.
Antes de ingresar a Carne y Arena se firma una cláusula en la que se indica que uno se hace responsable y acepta las consecuencias psicológicas de la obra. Quizás es demasiado, pero al menos sirve para comprender que esto no es una película. “Ya no existe la dictadura de la pantalla, hay 360 grados en los que moverse. Es probablemente el futuro”, comenta el realizador, que para la obra reunió a 14 personas. Hacia el final de la instalación, lejos del casco virtual, se cuenta la experiencia de cada uno a través de fotografías con su nombre y su historia. Si uno tuvo suerte y se involucró, tal vez le haya tocado el corazón.
LaTercera