La Habana, Cuba.- La muerte de Fidel Castro, útil por su prolongada puesta en escena, ha sido anunciada finalmente en La Habana. “En tiempo y forma”, como gusta exigir Raúl, hermano y heredero, con lenguaje castrense para pautar el curso debido de los acontecimientos. El obituario llevará, sin dudas, esta fecha, pero el fin cierto del caudillo cubano puede fijarse con mejor precisión histórica en aquel inicio tormentoso de julio de 2006, cuando a pesar de sus intestinos desgarrados, intentó entregar el poder solo temporalmente, para no recobrarlo jamás.
En la Biblioteca Nacional hace ya varios años que hojea empolvados manuscritos Carlos Valenciaga, el joven secretario del comandante, que saltando jerarquías e instituciones leyó en la televisión nacional una proclama en primera persona que pretendía, minuciosamente, repartir por parcelas el dominio castrista.
De los señalados en el fatídico testamento, el peor destino correspondió hasta ahora a Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, delfines escogidos por el propio Fidel tras un largo proceso de decantación, escandalosamente expulsados del Partido Comunista y condenados al olvido en las calles de La Habana con una gorra de béisbol encajada hasta las orejas. Retirado y sin chistar yace en su casa Francisco Soberón, ex presidente del Banco Nacional y celoso encargado de las finanzas secretas del máximo líder. Y así sucesivamente. En los primeros meses del nuevo poder desapareció su gobierno en las sombras, el Grupo de Coordinación y Apoyo del comandante en jefe, y cambiaron de manos las llaves de la Corporación Cimex, el más poderoso holding del país. Fueron reemplazados sus ministros preferidos y, de paso, el jefe de su poderosa escolta personal. El doctor Eugenio Selman-Hosein, omnipresente médico de cabecera, perdió el puesto y la reputación, y se dedica ahora a ofrecer charlas sobre longevidad, como presidente del Club de los 100 Años, del cual obviamente no logró formar parte el paciente a quien dedicó toda su carrera.
De aquel círculo de íntimos “hombres de Fidel”, curiosamente la única sobreviviente ha sido una mujer: Juana Vera, su traductora de inglés desde 1975, coronel de los servicios de inteligencia, fiel amante y madre de Abel, el último de sus hijos varones. Conociendo los intrincados procederes de Raúl Castro, la privilegiada permanencia a su lado de Juanita, la otra “compañera” del comandante, ha obedecido menos a razones de su probada eficiencia profesional que a un sordo ajuste de cuentas con Dalia Soto del Valle, la viuda de su hermano mayor, que durante décadas contribuyó celosamente a apartarlo del muy cerrado círculo familiar. Es también la evidencia de que, además de la demolición y reemplazo del laberinto palaciego de incondicionales construido por Fidel Castro, los ya muchos años de poder raulista consagraron definitivamente otra familia gobernante, aunque de igual apellido.
Y es que Raúl Castro no ha puesto particular empeño en transformar la pesada herencia, sino más bien en tratar de administrarla hasta el fin de sus días. A pesar de que su tiempo de gobierno va siendo mucho mayor que los dos períodos permitidos a un presidente de Estados Unidos, las prometidas reformas del inoperante socialismo cubano siguen tibias y tardías, aunque el acuerdo con Washington para normalizar relaciones le permita, al igual que a Barack Obama, reclamar un legado de mayor trascendencia.
Después de Fidel es muy poco el tiempo que le resta a Raúl para gobernar finalmente sin la presencia dominante que lo marcó desde la infancia. Debo admitir que no ha movido mal sus cartas, y él mismo lo reconocería, de la misma forma en que, alguna vez, contaba entre amigos que las aspiraciones de la adolescencia fueron colmadas con la posesión de una cantina en su natal Birán y, más adelante, con alguna suerte, dedicar sus días a las peleas de gallos, una tradición milenaria y castiza a la que nunca renunció.
Nada auguraba un estadista en aquel joven arrastrado por la cola sideral de su hermano más cercano. Pero la historia se ha encargado de demostrar el extraordinario poder de las circunstancias y el valor de los súbitos cambios de posición. Tras figurar como el “el hombre de Moscú” en el inicio de la revolución cubana, negociando con Nikita Kruschov en 1962 la instalación de proyectiles nucleares en territorio nacional, hasta la primera aproximación de simpatía hacia la Perestroika, en los funerales de Konstantin Chernenko en 1985, Raúl Castro no parpadeó años después al sentenciar la suerte de todo sospechoso de anhelos reformistas, entre los cuales me identificó con una frase lapidaria: “Ni Fidel ni yo permitiremos un Gorbachov en esta revolución. Nadie nos va a joder a estas alturas”.
Casi al final de la vida y desvanecido el ideal comunista, el otro Castro, siempre amante de los símbolos, se aferra a los más cercanos, como la trilogía de retratos de José Martí, Antonio Maceo y Máximo Gómez -el clásico panteón mambí-escogida como telón de fondo para su declaración de fin de hostilidades con Estados Unidos en los días finales de 2014.
Pero ningún símbolo ha sido más persistente en la historia que el procedente del botín arrancado al enemigo. Como la enorme cama de caoba que perteneció a Fulgencio Batista y Raúl Castro ocupó en 1959 tras su paso por la fortaleza de Columbia. Una tarde, como un divertido secreto, me la mostró en el apartamento que ocupaba frente al Cementerio Chino de La Habana. No sé qué pensará Fidel, dijo, pero yo pienso dormir en ella hasta el último día.
LaTercera