Sí alguna lección nos han dejado los cambios institucionales recientes, la reforma al Poder Judicial o la desaparición de algunos de los órganos autónomos, muy próxima a consumarse; ha sido la necesidad de hacer pedagogía pública, que implica no sólo la manera de comunicar el quehacer institucional o el ejercicio de quienes dirigen o tienen una función en la administración pública o de representación.

Hacer pedagogía pública requiere reforzar su legitimidad social, un día sí y otro también, en el que la razón de ser de las instituciones públicas, así como los principios y derechos que garantizan, más allá de su presencia constitucional o normativa, generen un vínculo indisociable con la vida de las personas, sus entornos inmediatos, problemáticas y necesidades, y sí luego, también, casi de inmediato como parte de lo público, los derechos y libertades, como la seguridad o la democracia.

Seguir dando por hecho la existencia de las instituciones o dar por válidos e inamovibles los modelos políticos o económicos como estampita de papelería, sería pasar por alto la realidad y la vertiginosidad con la que están teniendo lugar, por un lado, el cambio de régimen político, en reglas y principios, pero aún más profundo, el nacimiento mismo de un nuevo sistema político; es decir una concepción de lo público bajo reglas no escritas, sentadas en valores, arreglos y conductas practicadas para acceder y permanecer en los espacios de poder, por parte de la clase política, pero también como base para la reproducción y sostenimiento del nuevo sistema.

El asunto no es menor, si se piensa en los pilares que han caracterizado este cambio político, el control y la irreversibilidad; reflejados en la instauración de reglas formales y no formales, que se nutren mutuamente, ambos tipos de reglas, implantadas tanto en las normas y un rediseño institucional, como en la construcción de un entendimiento, valores y prácticas políticas entre la clase gobernante, encaminadas a perpetuar por generaciones la configuración mayoritaria, tal como ha sido su propósito.

En esa misma explicación se sostiene la permanencia del régimen priísta, y su duración en el tiempo, en el que si bien a finales de los ochentas fue cediendo en el diseño institucional, propiamente en las reglas formales, éste proceso de apertura democratizadora no modificó los usos y costumbres del poder, que aun cuando no se mantuvieron intactos con la alternancia política, sí se adecuaron a las complacencias de las oligarquías partidistas predominantes, esas mismas que tal como lo hemos reflexionado en entregas anteriores, le abrieron paso a sistema mayoritario actual.

Proceso, que no es ocioso repetir, porque describe el lugar de donde venimos y pone en contexto la expectativa que genera la nueva realidad política, sí como objeto de estudio, pero también porque motiva una lectura obligada y un accionar diferente, la autocrítica, no sólo de las oposiciones partidistas o de aquellas que pretenden serlo, sino de esos otros espacios que por su naturaleza están conminados a ser generadores de estudio, análisis u opinión sobre el acontecer público, universidades e instituciones académicas, cámaras empresariales, organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación e incluso las propias instituciones públicas, en cuyo camino si bien pueden encontrar en el acoplamiento y el acomodo, una ruta directa y tersa, es la función misma de su labor la que exige un diálogo distinto, de cercanía y valor público para la ciudadanía.

Prácticamente desde el surgimiento de los órganos electorales autónomos, el IFE, luego INE y los órganos locales tuvieron entre sus facultades, casi de manera exclusiva la promoción de una cultura cívica democrática a lo largo y ancho del país, que en no pocas veces les valió el reconocimiento internacional, con la adopción de procesos, iniciativas y modelos propios que se replicaron en otros países. Sin embargo, no alcanzó para construir una escalera democrática sólida, ni los onerosos presupuestos, ni las dietas destinadas al turismo electoral, como jocosamente se decía con orgullo en los pasillos de estas instituciones, no fue incentivo suficiente para desarrollar programas y acciones de concientización democrática, esquemas de valor social más allá de la credencialización o los procesos electorales.

Ahí estaban sus foros y congresos, los de siempre aplaudiéndose, los de siempre, entre ellos, en largas y sesudas conferencias de ponentes internacionales, que dilucidaban sobre los procesos de transición democrática, la justicia electoral y la implementación de modelos de votación electrónica, y aunque ya advertían desde sus cómodos auditorios los procesos de regresión autoritaria emanados del voto popular mayoritario en América Latina, de izquierda y de derecha, quizá miraban con el desdén natural de quien se erigieron padres fundadores del andamiaje electoral que había dado paso a la alternancia política en México; olvidando que siempre hay caminos de vuelta.

Por ello, como entonces y hoy más que nunca, urge hacer pedagogía pública, leer el momento político y acusar de recibido las lecciones aprendidas.

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