Una de las agendas públicas más vulnerables a las tendencias relativistas del pensamiento contemporáneo es el cambio climático y la cuestión ambiental. La poderosa maquinaria de la economía mundial que ha tomado a la naturaleza como medio para generar riqueza sin necesidad de ajustarse a criterios sustentables ha encontrado muy a modo el modelo relativista para justificar su marcha y continuar con la devastación.

En enero de este 2024 un grupo bastante considerable de científicos de diversas partes del mundo firmaron un comunicado en el que sostienen que la emergencia climática no existe, es decir, niegan que el calentamiento global intensifique huracanes, inundaciones, o genere sequías y desastres naturales. En contraparte, el Panel Intergubernamental de Expertos del Cambio Climático (el IPCC), perteneciente a la Organización Meteorológica Mundial (OMM), en el que participan científicos de todo el mundo y que generan investigaciones sobre el fenómeno, sostienen que el cambio climático es un hecho comprobable por la ciencia.

Quienes lo niegan indican que el Co2 (dióxido de carbono, emitido por el consumo de energías fósiles como petróleo o carbón) es fuente de vida y que de él se alimentan los seres vivos y el mar, razón por la que el fenómeno, dicen, es positivo. Concluyen afirmando, y esto es cardinal, que en todo caso la variación de la temperatura global no es de origen antropogénico (ocasionado por la actividad del hombre) y que esa alteración ha ocurrido de manera natural a lo largo de miles o millones de años en el planeta.

Los científicos del IPCC, y otros en múltiples universidades del mundo, han corroborado que el incremento del Co2 está verificado y que su exceso está incrementando la acidificación de los océanos a la vez que provoca el efecto invernadero y con ello el incremento de la temperatura planetaria.

En contraparte concluyen que la variación térmica actual sí está asociada a la actividad humana, pero reconocen otros factores como las manchas solares, la actividad volcánica y la traslación de la tierra como factores propiciatorios. Si solo se tratara de una divergencia de las teorías científicas la cuestión podría dirimirse a través de mecanismos exigentes en la falsación de las hipótesis de uno y otro, pero no es así.

Es imposible ocultar que atrás de ello existe un poderoso mecenazgo económico para proteger las dinámicas productivas en el mundo. Es como si en Michoacán saliera un grupo de científicos a decirnos que el cambio de uso de suelo y la pérdida de bosques y aguas no tienen ninguna consecuencia ambiental porque las plantaciones de aguacate suplen a los millones de pinos, encinos y cubierta vegetal nativa, y que la desecación del lago de Pátzcuaro y Cuitzeo es natural y consecuencia de los miles y millones de años de existencia.

Y más sospechoso fuere si ese grupo de científicos estuvieran financiados por la Apeam y los productores de frutillas. El fondo de la divergencia tiene que ver con las narrativas del poder, con la propaganda, para lograr instalar en las personas una creencia antes que un saber científico.

El creer es ideológico y justificante, toda creencia se alisa con el peine del poder; en cambio el saber científico solamente se justifica con la consistencia metodológica y las evidencias sin más. De manera lamentable la agenda ambiental en el mundo ha sido profusamente ideologizada.

Es disputada por derechas, izquierdas y centros y todos le inyectan su propio suero ideológico y mandan a un segundo plano la cruda realidad de los fenómenos ambientales, cambio climático, cambio de uso de suelo, pérdida de bosques, privatización de aguas, derretimiento de glaciares, pérdida de biodiversidad.

Desde la izquierda acusan al capitalismo y al “neoliberalismo” de ser la causa histórica de la destrucción ambiental como si en los países de izquierda, socialistas o comunistas no hubiera actividad industrial, uso de energías fósiles o ecocidio recurrente.

Sí, la dinámica capitalista, como acción antropogénica, ha sido devastadora pero no debe olvidarse la catástrofe de Chernobyl o la desecación del mar de Aral para derivar sus aguas a plantaciones algodoneras, o la Guerra de las 4 Plagas en la China durante el Gran Salto Adelante de 1959 que exterminó a los gorriones, considerados enemigos de la revolución, desatando plagas en los cultivos que mataron de hambre a millones.

Si revisáramos las condiciones ambientales de los países por la ideología dominante no encontraríamos la relación entre una ideología especifica y mejores políticas ambientales. Por ejemplo, en el caso de Hispanoamérica tenemos a Javier Milei, presidente de Argentina, de ideología conservadora negando rotundamente el cambio climático y acusando: “esas políticas que culpan al ser humano del cambio climático son falsas. Y lo único que buscan es recaudar fondos para financiar a vagos socialistas”.

Pero, también tenemos al gobierno mexicano de los últimos años que se reivindica de izquierda y no obstante les ha quitado a las instituciones ambientales el 60% de su presupuesto entre 2018 y el 2024 y le tumbará el 40% en el 2025. O bien, el gobierno venezolano de Maduro, de izquierda, ha permitido el arrasamiento de bosques y la minería ilegal como en su oportunidad Jair Bolsonaro de Brasil, de derecha, consintió la deforestación de la selva tropical del amazonas.

La relativización de los hechos, tan de moda en los tiempos que corren, es el don más sólido de las ideologías. Puede estar hirviendo el planeta y los políticos elogiando sus creencias y buscando enemigos para reforzar el control social.

El retorno de D. Trump en Estados Unidos, que hace seis años declaraba que los pavorosos incendios forestales en su país no eran causados por el calentamiento global sino por las hojas secas que se acumulan en los bosques, es un ejemplo de esos usos políticos. La designación de Christ Wright como secretario de Energía, hombre proveniente de la industria petrolera y negador también del cambio climático, anticipa un retorno agresivo a las políticas energéticas del siglo pasado y un retroceso de la agenda ambiental, no es casual que represente a las petroleras de los magnates texanos que financiaron la campaña de Trump.

Mucho avanzaríamos si los gobiernos del mundo, con independencia de sus ideologías, asumieran un protocolo de laicidad científica (aunque suene redundante) para la comprensión y atención de los fenómenos que están ahí derivados de la acción económica del hombre y sus economías.

Nada ganamos con cerrar los ojos mientras el planeta colapsa con los desequilibrios que estamos ocasionando. Debemos guardar reserva crítica frente a las creencias que las ideologías nos siembran y acercarnos más a los saberes científicos de fenómenos que tenemos que entender para luego asumir acciones desde nuestra responsabilidad ética.

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