El poder es un ente que toma el alma y el cuerpo de quienes ejercen el gobierno, como una patología, tal cual. El impulso delirante del poder no tiene ideología nativa, puede ser de derechas o de izquierdas, eso es secundario. La pretensión del poder absoluto, en todos los casos, si se les permite, siempre será un paso más. Así ha sido a lo largo de la historia.

Todas las ideologías que han alcanzado o intentan el estatus de tiranía (izquierdas y derechas) lo han hecho en nombre de una entidad que justifican como moralmente superior: la nación, los pobres, el pueblo, la raza, la clase, la divinidad, la pureza. Pero, quienes se ocultan atrás del discurso de la bondad son en realidad los más grandes malvados. Hegel, el pensador alemán, afirmaba que el mal proviene de quienes piensan que son absolutamente buenos; Karl Popper, de manera franca advertía: “Los que nos prometen el paraíso en la tierra nunca trajeron más que el infierno”. Y así ha sido.

Para evitar la ingenuidad frente al poder debe saberse que este no se sacia con nada, su hambre es infinita, lo quiere todo. Por esta razón elemental es que necesita ser contenido y acotado. Y esa es la función de la democracia, eso lo sabían con claridad los antiguos al momento en que emergieron las sociedades abiertas. Cuando los valores propios de la democracia como la libertad, el diálogo y el consenso, comienzan a chocar con quien ejerce el poder, es el síntoma inequívoco de que el autoritarismo está en marcha. Los ejemplos actuales están por todo el mundo.

La democracia como forma de gobierno, se ha dicho siempre, es la menos mala de todas, y es solo un medio para elegir gobernantes. La democracia puede posibilitar buenos gobernantes, pero también muy malos. Esta vulnerabilidad es la que ha aprovechado el autoritarismo de izquierda y de derecha para justificar su perspectiva mesiánica, que termina, como se ha visto, destruyendo el medio por el que fueron electos y lo hacen en nombre de la nación, el pueblo, la clase o la moral superior. Siempre se colocan como la solución absoluta y al inicio eso les granjea enorme popularidad, pero la ruta siempre lleva al totalitarismo.

El caso de México es ilustrativo. Por ejemplo, aquí la izquierda se forjó luchando contra el autoritarismo de los años 60 y 70, reivindicando el diálogo nacional, la representación de las minorías, condenando el militarismo, cuestionando la concentración de la riqueza en oligarcas, denunciando la corrupción, exigiendo la transparencia en el manejo de las arcas públicas, condenando el populismo demagógico, repudiando al partido casi único y exigiendo la pluralidad, reclamando la independencia de los órganos electorales, reivindicando la participación ciudadana libre y autónoma como baluarte esencial de la democracia, exigiendo la separación efectiva de poderes y la institución de nuevos contrapesos, cuestionando el centralismo, el dedazo y la imposición. Tuvo un gran programa.

Y cuando la mayor parte de esta izquierda se hizo del poder no ha cejado en su empeño por quemar las naves democráticas en las que llegó para allanar el camino hacia un modelo cerrado y autoritario que le permita ejercer el poder a la manera del viejo priismo setentero, en nombre del pueblo y de una ideología superior. El poder siempre buscará concentrar lo máximo si se le permite, y eso es lo que estamos viendo. Claridoso, Nietzche sentenciaba: “quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo”.

Hablando de democracia, María Zambrano escribe que, “si hubiera que definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no solo es permitido, sino exigido, ser persona”. En contraparte, en un régimen cerrado donde prevalecen los discursos de odio, prevalece el maniqueísmo; donde la realidad se suple con la propaganda y van desapareciendo del uso convencional palabras como diálogo, consenso y pluralidad, ahí la persona se diluye y extingue en la masa, en la bola, abandonando la criticidad y la capacidad de objetar que son la sustancia de ser persona.

Dos naciones de América del Norte han elegido gobiernos con clara afinidad autoritaria. Ambos situados, aparentemente, en puntos extremos de la geometría política, derecha e izquierda. No obstante, los usos del poder los igualan. El populismo los arroja al campo del pragmatismo en donde veremos acuerdos aparentemente insólitos como el alcanzado en 2019 en materia migratoria en que se sacrificó el derecho de los migrantes para apuntalar a Trump y proteger a Obrador del primero. El pragmatismo político por necesidad es inmoral.

En el espejo se miran la y el presidente actuales de estas dos naciones, pero sus imágenes se diluyen la una en el otro. El ropaje populista es el mismo, tienen mucho en común. Ambos, autoritarios, son voraces consumidores de poder y en ese punto, sólo en ese, podrían chocar si no es que uno, el más débil, se echa a los pies del otro.

El lance entre democracia y autoritarismo es como el juego del péndulo. Se mueve de extremo a extremo, pero siempre la democracia retornará como alivio porque es el medio más adecuado para que las sociedades se deshagan de consumidores voraces de poder y tiranos enfermizos.

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