Mirador Ambiental
La prensa estatal y nacional dio a conocer el jueves 18 de julio que el Gobierno de Michoacán emitirá un decreto para la certificación de las buenas prácticas del cultivo de aguacate. La expedición de esta norma ocurrirá, de acuerdo con la información, a mediados del mes de agosto.
En la nota se reconoce que al menos 3,800 hectáreas de estas plantaciones no pasarían la certificación y que alrededor de 250 mil hectáreas que se exportan de este fruto tendrían que pagar servicios ambientales en una proporción de una a seis hectáreas de bosque por cada huerta deforestada.
El objetivo de esta regulación sería contener el cambio de uso de suelo, la deforestación y comenzar con prácticas sustentables y sostenibles para el cultivo, producción y comercialización del aguacate. La idea en sí misma de meterle control ambiental a un monocultivo que ha dañado severamente la estabilidad ecológica del estado ocasionando pérdidas arrasadoras de bosques, biodiversidad y de aguas, es un buen propósito.
El anuncio, como tal, reconoce la gravedad de un problema que se ha dejado crecer indebidamente violando de manera grosera el artículo 4° constitucional, los acuerdos internacionales y el T-Mec. A reserva de conocer el contenido del decreto, es preciso reiterar algunas preocupaciones en torno a los alcances de esta norma.
La primera, el carácter imprescindible de la construcción de un censo, con categorías ambientales, de todas las huertas aguacateras. Si no se sabe cuántas son, en dónde están, quiénes son los verdaderos dueños, la procedencia ambiental de cada hectárea (deforestación, cambio de uso de suelo, incendio forestal), la legalidad y sostenibilidad de los usos de agua y el destino comercial de la producción (mercado nacional o internacional), entonces la certificación tenderá a desvanecerse o ser errática.
La segunda está relacionada con la tolerancia legal considerando el tiempo en que fueron instaladas. Las leyes federales indican que el delito de cambio de uso de suelo forestal no prescribe, es decir, es delito si se hizo hace 30 o 5 años. Si el decreto no es preciso en los tiempos y se muestra obsequioso para perdonar y legalizar todas las huertas ilegales exceptuando las plantadas en los últimos 5 años, fundando su decisión en alguna ley estatal, el decreto perderá seriedad.
La tercera tiene que ver con las exigencias para remediar, compensar o regenerar los bosques y ecosistemas destruidos por el fruto ilegal. Si no se parte de la magnitud del daño ocasionado a microcuencas y poblaciones específicas por la destrucción de bosques y apropiación indebida de aguas, no se podrá decidir el alcance, intensidad y pertinencia de las acciones para remediar o restaurarlas.
Existen microcuencas, como la de Madero, que ya están agotadas por completo y en donde la decisión deberá buscar el restablecimiento de los equilibrios hídricos perdidos restableciendo los bosques que sean necesarios. El decreto debería tomar como punto de referencia operativo el impacto ambiental que este cultivo ha ocasionado en la zona en donde está instalado de tal suerte que las acciones correctivas se encaminen a resolver y corregir los desequilibrios identificados y hasta cuantificados de manera focalizada.
El decreto, para que sus capacidades reparatorias sean efectivas, debe incluir la regulación de los cultivos de frutillos que consumen 7 veces más agua que las plantaciones aguacateras. Si se dejan fuera se estará omitiendo el otro gran causante de la privatización de aguas y de la contaminación por agroquímicos y plásticos.
La cuarta se relaciona con las capacidades institucionales para soportar un trabajo de semejante magnitud. Para meter en cintura a las más de 250 mil hectáreas que se mueven en la ilegalidad se requiere, además de un decreto bastante claro y sin huecos, suficiencia presupuestaria y una eficaz coordinación de instituciones: en primer lugar, ambientales, a la vez otras concurrentes: gobernación, agricultura, hacienda, policiacas, municipales, legislativas y judiciales. Como han funcionado hasta ahora las instituciones, los alcances del decreto corren el riesgo de quedar achicados frente a las raquíticas capacidades operativas de las instituciones federales, estatales y municipales.
La quinta es para advertir y prevenir las prácticas de corrupción que simulan o “legalizan” los delitos ambientales. Habrá servidores públicos, como los ha habido, que encontrarán la manera de darle vuelta al decreto y ofrecer certeza legal y operativa a quienes se mueven al margen de la ley para que se perciba que todo cambia cuando en realidad todo sigue igual.
Suponemos, y ésta es la sexta, que el decreto en sus términos reguladores se concilia con los términos del capítulo 24 del T-Mec y con los de otros acuerdos comerciales internacionales en materia de verificación de la procedencia ambiental-legal de la producción exportable. Ello supone fijar la norma imperativa de que no se exportará ningún aguacate procedente de huertos que deforestaron, incendiaron o se apropiaron de aguas ilegalmente.
De igual manera, los aguacates resultado de ecocidio también deben quedar fuera del mercado nacional. Para desalentar la ilegalidad aguacatera, el cambio de uso de suelo, la deforestación y la apropiación arbitraria de aguas, dicha producción debe quedar al margen de la ley y del cobijo del Estado mexicano.
*El autor es experto en temas de Medio Ambiente, e integrante del Consejo Estatal de Ecología